Diarivs di Mencius Maximius: Bellum et Brevia en el Limes
En la llanura aluvial del Rhôngward citerior, planicie herbosa poblada por
juníperos y manadas dispersas de ungulados, se encontraba, y si esta memoria de
viejo veterano no me falla aún, se encuentra todavía uno de estos constructos
protocolarios. Estacas y vigas de madera contorneaban mota, almenas y matacanes
reglamentarios, con la familiar insignia roja de la república ondeando
orgullosa bajo el suave sol del atardecer, mecida por los vientos frisios que bajaban
por el río.
Aún recuerdo cómo Marcio, Sebastiani y yo contemplábamos ensimismados la
bucólica estampa del paisaje desde nuestros respectivos puestos de guardia sin
intercambiar palabra alguna en nuestra jerga de buen latinajo de provincias
militarizado, todo un orgullo nacional al pronunciarlo en estas tierras
periféricas y bárbaras. Pero siempre pasaba lo mismo.
Sebastiani, ese campanio, capullo incorregible y juerguista, soltaba
chascarrillos de connotación escatológica o sexual, normalmente acerca de sus
aventuras con alguna fulana bárbara estando de permiso en los bordellos de
Ruán, la aldea gala que nos aprovisionaba. Pero la naturaleza en estado puro,
los fríos vientos del norte canalizados por el río y la soledad absoluta nos
abrumaban como un manto de piel de oso invisible, y al final quedábamos así,
ensimismados, taciturnos, con la fría mirada del guardia veterano perdida en el
horizonte.
Y entonces empezaron a bajar los ciervos, trotando. Cientos, miles de
ciervos, río abajo, hacia el Mare Nostrum. Bandadas de cuervos, jabalíes y
hasta lobos huían en la misma dirección. Huían. El miedo se mascaba en el aire,
gélido como un carámbano de gelattio, pero nosotros, la dotación de la torreta
de observación IV del sector Scorpio, limes Narbonense, nos mantuvimos firmes
en nuestras posiciones. Casco bien puesto, scutum en línea, Marcio bajando a la
casamata de provisiones a coger virotes mientras Sebastiani ya comprobaba la
tensión de las cuerdas de nuestra querida balista Achille-VIII con la
tranquilidad consumada del profesional. Allá a lo lejos se perfilaban siluetas
contra el horizonte. Cientos. Miles. Cuernos, pieles de oso, burdos estandartes
de cuero remendado. La gutural fanfarria desordenada de cientos de cárnixes y
el rumor de las voces de miles de guerreros galos.
No negaré que la tensión era de infarto. De repente, olvidamos el viento
frío y racheado, tan inhóspito comparado con el alegre sol mediterráneo de
nuestra infancia, una bruma de parras, vides y civilización. Sólo había
tensión, un silencio forzoso frente al opresivo rugido broncíneo de los
cárnixes y el sismo ocasionado por decenas de miles de pies descalzos corriendo
por el valle. Como siempre, fue Sebastiani el que rompió el hielo, gritando “Ya
decía yo que no debería haberme trincado a la hija del jefe galo de Ruán. ¡Esos
bardos metiches y voyeures habrán corrido la voz de mis aventuras sexuales y
mira la que se nos viene encima!”. Marcio, entre risas, giraba la manivela,
tensando la cuerda mientras Sebastiani colocaba el virote. Yo, anteojos de
campo oficiales en mano, terminé de ajustar el ángulo de la plataforma antes de
hacerle la seña a mis profesionales compañeros en armas. “¡Descargad plomo
romano chicos!”
“TSCHUMP, TSCHUMP, TSCHUMP TSCHUMP”
Nuestra tecnología, nuestro buen hacer, nuestra disciplina, segaban a esos
infelices por decenas antes incluso de que llegaran a cincuenta pies de la
mota. Pero yo sabía que esto no hacía más que empezar. Bajé corriendo al
refectorivm mientras la Achille-VIII gemía y chirriaba sobre su plataforma
entre carga y carga. Entre planos militares, octavillas imperiales y algún
dibujo obsceno de Sebastiani encontré lo que andaba buscando. Una caja de
fósforos. Típica producción púnica, con su número de serie en caracteres
semíticos de imprenta, casi borrados por la humedad que se respiraba en estas
tierras. Prendí uno de ellos y lo arrojé a la estufa del refectorivm, donde aún
reposaba la marmita con las gachas del desayuno.
Fuego. Ese elemento misterioso, sagrado, vestal. Nuestro aliado y nuestro
mensajero. Pronto, las columnas de humo negro que se levantaban sobre nuestro
puesto alertarían a las legiones de reserva y a los otros puestos avanzados.
Nosotros sólo teníamos que mantener el fuerte hasta que llegara la caballería a
rematar la faena.
Subí de nuevo al observatorivm, donde mis dos compañeros se afanaban en
cargar, tensar, nivelar y abatir a los vociferantes galos. Entre el griterío,
el humo y el ruido infernal vi cómo sus líneas se desbarataban con cada
impacto, y cómo la primera de ellas se precipitaba por la mota. Diez pies de
desnivel hicieron el trabajo de cinco virotes en un instante, con un
desagradable crujido carnoso ahogado en el chapoteo fangoso de los galos en el
no más de medio palmo de agua sucia que llevaba la mota. El tropel de galos que
venía detrás seguía empujando a línea tras línea de musculados bárbaros, que se
ahogaban, asfixiaban e incluso atacaban entre ellos por volver atrás antes de
ser irremediablemente empujados al vacío.
Marcio, sin esperar la señal, levantó la trampilla del nicho donde
almacenábamos los venablos, adecuadamente apilados y atados con cuerdas de
cáñamo, a la espera de tal situación como la que nos acuciaba en aquel momento.
“¡Aaaah, que tiempos en el gym del campus!” suspiró Sebastiani, haciendo diana a continuación contra algún tipo de signifer celta, que dejó caer su chabacano estandarte de burda simbología entre retortijones y esputos sanguinolentos, cayendo a continuación sobre la masa de sus compañeros en la mota.