jueves, 29 de noviembre de 2018

Zafarrancho fronterizo

Desde Bourdeigalha hasta El Castello, subiendo al norte profundo por las estribaciones de los montes Junos, entre la espesura, empalizadas modulares a intervalos de 34,7 estadios preservan el limes, aparentemente vacío, agreste y permeable a las tinieblas del bosque.

En la llanura aluvial del Rhôngward citerior, planicie herbosa poblada por juníperos y manadas dispersas de ungulados, se encontraba, y si esta memoria de viejo veterano no me falla aún, se encuentra todavía uno de estos constructos protocolarios. Estacas y vigas de madera contorneaban mota, almenas y matacanes reglamentarios, con la familiar insignia roja de la república ondeando orgullosa bajo el suave sol del atardecer, mecida por los vientos frisios que bajaban por el río.

Aún recuerdo cómo Marcio, Sebastiani y yo contemplábamos ensimismados la bucólica estampa del paisaje desde nuestros respectivos puestos de guardia sin intercambiar palabra alguna en nuestra jerga de buen latinajo de provincias militarizado, todo un orgullo nacional al pronunciarlo en estas tierras periféricas y bárbaras. Pero siempre pasaba lo mismo.

Sebastiani, ese campanio, capullo incorregible y juerguista, soltaba chascarrillos de connotación escatológica o sexual, normalmente acerca de sus aventuras con alguna fulana bárbara estando de permiso en los bordellos de Ruán, la aldea gala que nos aprovisionaba. Pero la naturaleza en estado puro, los fríos vientos del norte canalizados por el río y la soledad absoluta nos abrumaban como un manto de piel de oso invisible, y al final quedábamos así, ensimismados, taciturnos, con la fría mirada del guardia veterano perdida en el horizonte.

Y entonces empezaron a bajar los ciervos, trotando. Cientos, miles de ciervos, río abajo, hacia el Mare Nostrum. Bandadas de cuervos, jabalíes y hasta lobos huían en la misma dirección. Huían. El miedo se mascaba en el aire, gélido como un carámbano de gelattio, pero nosotros, la dotación de la torreta de observación IV del sector Scorpio, limes Narbonense, nos mantuvimos firmes en nuestras posiciones. Casco bien puesto, scutum en línea, Marcio bajando a la casamata de provisiones a coger virotes mientras Sebastiani ya comprobaba la tensión de las cuerdas de nuestra querida balista Achille-VIII con la tranquilidad consumada del profesional. Allá a lo lejos se perfilaban siluetas contra el horizonte. Cientos. Miles. Cuernos, pieles de oso, burdos estandartes de cuero remendado. La gutural fanfarria desordenada de cientos de cárnixes y el rumor de las voces de miles de guerreros galos.

No negaré que la tensión era de infarto. De repente, olvidamos el viento frío y racheado, tan inhóspito comparado con el alegre sol mediterráneo de nuestra infancia, una bruma de parras, vides y civilización. Sólo había tensión, un silencio forzoso frente al opresivo rugido broncíneo de los cárnixes y el sismo ocasionado por decenas de miles de pies descalzos corriendo por el valle. Como siempre, fue Sebastiani el que rompió el hielo, gritando “Ya decía yo que no debería haberme trincado a la hija del jefe galo de Ruán. ¡Esos bardos metiches y voyeures habrán corrido la voz de mis aventuras sexuales y mira la que se nos viene encima!”. Marcio, entre risas, giraba la manivela, tensando la cuerda mientras Sebastiani colocaba el virote. Yo, anteojos de campo oficiales en mano, terminé de ajustar el ángulo de la plataforma antes de hacerle la seña a mis profesionales compañeros en armas. “¡Descargad plomo romano chicos!”

“TSCHUMP, TSCHUMP, TSCHUMP TSCHUMP”

Nuestra tecnología, nuestro buen hacer, nuestra disciplina, segaban a esos infelices por decenas antes incluso de que llegaran a cincuenta pies de la mota. Pero yo sabía que esto no hacía más que empezar. Bajé corriendo al refectorivm mientras la Achille-VIII gemía y chirriaba sobre su plataforma entre carga y carga. Entre planos militares, octavillas imperiales y algún dibujo obsceno de Sebastiani encontré lo que andaba buscando. Una caja de fósforos. Típica producción púnica, con su número de serie en caracteres semíticos de imprenta, casi borrados por la humedad que se respiraba en estas tierras. Prendí uno de ellos y lo arrojé a la estufa del refectorivm, donde aún reposaba la marmita con las gachas del desayuno.

Fuego. Ese elemento misterioso, sagrado, vestal. Nuestro aliado y nuestro mensajero. Pronto, las columnas de humo negro que se levantaban sobre nuestro puesto alertarían a las legiones de reserva y a los otros puestos avanzados. Nosotros sólo teníamos que mantener el fuerte hasta que llegara la caballería a rematar la faena.

Subí de nuevo al observatorivm, donde mis dos compañeros se afanaban en cargar, tensar, nivelar y abatir a los vociferantes galos. Entre el griterío, el humo y el ruido infernal vi cómo sus líneas se desbarataban con cada impacto, y cómo la primera de ellas se precipitaba por la mota. Diez pies de desnivel hicieron el trabajo de cinco virotes en un instante, con un desagradable crujido carnoso ahogado en el chapoteo fangoso de los galos en el no más de medio palmo de agua sucia que llevaba la mota. El tropel de galos que venía detrás seguía empujando a línea tras línea de musculados bárbaros, que se ahogaban, asfixiaban e incluso atacaban entre ellos por volver atrás antes de ser irremediablemente empujados al vacío.

Marcio, sin esperar la señal, levantó la trampilla del nicho donde almacenábamos los venablos, adecuadamente apilados y atados con cuerdas de cáñamo, a la espera de tal situación como la que nos acuciaba en aquel momento.
“¡Aaaah, que tiempos en el gym del campus!” suspiró Sebastiani, haciendo diana a continuación contra algún tipo de signifer celta, que dejó caer su chabacano estandarte de burda simbología entre retortijones y esputos sanguinolentos, cayendo a continuación sobre la masa de sus compañeros en la mota.